El Papa en Santa Marta señala que es un deber de la Iglesia esclarecer la doctrina
En la homilía de este viernes, el Santo padre señala que las ideologías cierran a la inspiración del Espíritu Santo y dividen
La verdadera doctrina une, en cambio la ideología divide. Este fue el punto central de la homilía del papa Francisco durante la misa de este viernes en la Casa Santa Marta.
El Santo Padre recordó que entorno al año 49 el Concilio de Jerusalén decidió que los paganos convertidos al cristianismo no debían circuncidarse como exigía la Ley mosaica.
Señalando la Primera Lectura de la liturgia de hoy, el Pontífice señaló que también en la primera comunidad cristiana “había celos, luchas de poder, no faltaba algún astuto que quería ganar y comprar el poder”. O sea que “los problemas siempre existieron” y que el hecho se ser pecadores nos lleva a la humildad y a acercarnos al Señor, “como Salvador de nuestros pecados”.
Es preciso cada día recordar que nadie nos ama como Dios…incondicionalmente y sin merecimiento alguno. Nos ama aun antes que hubiéramos nacido. Todo lo hizo Bien, todo lo hizo perfecto y nos puso allí en el medio.
Cuando llegamos a sentir este amor, somos contagiados de una paz y una alegría desbordantes, incontenibles, que solo pueden ser aplacadas saliendo de nosotros y contagiándolas a nuestros hermanos.
Dios que todo lo sabe, que todo lo ha previsto, nos ha dado la vida para que seamos felices y vivamos eternamente.
Cristo, luego de darnos a conocer el resumen de la ley y los profetas en los dos únicos mandamientos de “amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos”, nos da su propio mandamiento que en realidad condensa el anterior: “ámense los unos a los otros como yo los he amado”. Y, ¿cómo nos ha amado Jesucristo? Él mismo lo dice en este texto, hasta dar su vida por nosotros. Esa es la medida, ese el extremo al que hemos de llegar.
Cuantas veces nos irritamos y perdemos la paciencia con los nuestros, con nuestros cónyuges o nuestros hijos, por tonterías, por caprichos o por malos entendidos que dejamos prosperar por falta de caridad. Cuantas veces en la calle perdemos los papeles por una nimiedad. Debemos hacer el esfuerzo de resistir a estas reacciones abruptas que muchas veces tienen su origen en la soberbia o el egoísmo.
Exigimos un trato acorde con nuestro estatus de padre, abuelo, maestro, profesional, jefe, letrado, autoridad, político o miembro de la curia y por este solo detalle dejamos de ver en el hermano o hermana -que por alguna razón nos interpela-, a Jesucristo. Es más fuerte en nosotros el deseo que nos reconozcan, que nos agradezcan, que nos den nuestro lugar, que nos distingan dándonos “el trato que merecemos”, antes que aprovechar la oportunidad de establecer contacto con el prójimo y amarlo, como nos manda Cristo.
Otras veces simplemente nos escondemos en nuestra coraza invisible de egoísmo e indiferencia, para no dejar que se altere la paz y comodidad en la que vivimos. Hacemos caso omiso de lo que sucede más allá de nuestras narices, para no comprometernos, ni vernos envueltos en “problemas ajenos”. Poco a poco vamos endureciendo nuestros corazones, hasta no dejarnos afectar por nada ni por nadie. A eso contribuye la cultura de muerte en la que vivimos inmersos, las noticias, la televisión e internet que paulatinamente van adormeciendo nuestras conciencias hasta hacernos completamente indiferentes. Nos dejamos inocular por una vacuna contra todo lo que no sea yo, mi me, conmigo.