El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel.
El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel.
¿Por dónde empezar esta reflexión? El Señor no puede ser más claro respecto al Reino de los Cielos. Se trata de un tesoro por el cual debíamos estar dispuestos a dejarlo todo. No hay nada en este mundo que merezca tanto la pena como el Reino de los Cielos.
De eso quiere convencernos y de eso debíamos estar convencidos como seguidores de Cristo. Y efectivamente muchos lo estamos, sin embargo nos cuesta ser consecuentes en el tiempo. Es decir que no lo manifestamos en nuestro día a día, cada segundo de nuestras vidas.
Tal vez eso sea lo más difícil: ser consecuentes. Se nos ocurre en este momento que es como estar asidos a una cuerda sobre un precipicio. ¡No podemos soltarnos porque caeríamos y moriríamos! ¡Nosotros lo sabemos! Además, es evidente ante nuestros ojos.
Todo lo que tenemos que hacer es subir, sin desprendernos de la soga, lo que es posible, aun cuando a veces represente cierta dificultad. Debemos resistir. Es nuestro peso el que debemos cargar y estamos preparados para ello. Peo hay momentos en que la fatiga nos invade.
Entonces, en vez de subir, estamos tentados a dejarnos caer. Más aun, a saltar sobre unas burbujas de aire multicolores que suben ante nuestros ojos, que nos invitan a llevarnos cómodamente instalados a otro lugar.