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Juan 3,31-36 vida eterna

vida eterna

El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.

Jueves de la 2ª semana de Pascua | 20 de Abril de 2023 | Por Miguel Damiani

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Reflexión sobre las lecturas

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Lo que nos jugamos aquí es la vida eterna. Este es el premio mayor. La diferencia es que en cualquier sorteo este se reserva para un único ganador, en cambio la vida eterna es para todos los hijos de Dios. Cualquiera puede alcanzarla, gracias al sacrificio de Jesucristo.

Otra diferencia sustancial es que en este caso no existe premio que lo pueda superar. Por encima de este, no hay otro. Es más, es el único. Es decir, no hay segundo premio, ni premio consuelo. O ganamos este o perdemos irremediablemente.

Es una sola oportunidad la que tenemos. O le damos en el blanco o perdemos. Claro, así puede parecer extremadamente difícil y hasta a alguien se le podría antojar injusto. Pero no lo es. Todo ha sido preparado para que acertemos. Tratándose del Plan de Dios, que además es nuestro Padre, no podía ser distinto.

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7. Entre la inmortalidad y la muerte (31-X-79/4-XI-79)

1. Nos conviene volver hoy una vez más sobre el significado de la soledad original del hombre, que surge sobre todo del análisis del llamado texto yahvista del Génesis 2. El texto bíblico nos permite, como ya hemos comprobado en las reflexiones precedentes, poner de relieve no sólo la conciencia que se tiene del cuerpo humano (el hombre es creado en el mundo visible como «cuerpo entre los cuerpos»), sino también la de su significado propio.

Teniendo en cuenta la gran concisión del texto bíblico, no se puede, desde luego, ampliar demasiado esta implicación. Pero es cierto que tocamos aquí el problema central de la antropología. La conciencia del cuerpo parece identificarse en este caso con el descubrimiento de la complejidad de la propia estructura, que, basada en una antropología filosófica, consiste, en definitiva, en la relación entre alma y cuerpo. El relato yahvista, con su lenguaje característico (esto es, con su propia terminología), lo expresa diciendo: «Formó Yahvé-Dios al hombre del polvo de la tierra y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado» (Gén 2, 7) (1). Y precisamente este hombre «ser animado», se distingue a continuación de todos los otros seres vivientes del mundo visible. La premisa de este distinguirse el hombre es precisamente de que sólo él es capaz de «cultivar la tierra» (cf. Gén 2, 5) y de «someterla» (cf. Gén 1, 28). Se puede decir que la conciencia de la «superioridad», inscrita en la definición de humanidad, nace desde el principio a base de una praxis o comportamiento típicamente humano. Esta conciencia comporta una percepción especial del significado del propio cuerpo, que emerge precisamente del hecho de que el hombre está para «cultivar la tierra» y «someterla». Todo esto sería imposible sin una intuición típicamente humana del significado del propio cuerpo.

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