El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama. Cuando un espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por el desierto, buscando un sitio para descansar; pero, como no lo encuentra, dice: «Volveré a la casa de donde salí.»
Viernes de la 27ma semana del T. Ordinario| 08 de Octubre del 2021 | Por Miguel Damiani
El Señor es suficientemente claro con nosotros, para que no tengamos dudas de la posición cristiana en general. La Verdad es una sola es única. Por lo tanto, no caben dudas ni medias tintas. O estamos con Él o estamos contra Él. Esa es una regla general.
Y esto debemos tenerlo en cuenta mucho más en estos tiempos en que predomina y se pretende imponer el relativismo. Decir que todo da lo mismo y que debemos ser tolerantes, como si diera lo mismo verdad y mentira. Y algunos pretenden zanjar una discusión concluyendo en que cada quien tiene derecho a tener “su verdad”.
Con mucha naturalidad se pregunta ¿cuál es tu verdad? O, queremos escuchar tú verdad. Como si la verdad pudiera variar según el sujeto o el punto de vista década quien. Esto, qué duda cabe, es obra del Demonio, que busca dividirnos y, sobre todo, atraernos en contra de Dios.
¿Con alguna frecuencia nos pasa que no vemos lo más evidente? ¿Cuántas veces estamos deseando encontrar al Señor, que Él se manifieste de algún modo en nuestras vidas? Son nuestros deseos o tal vez nuestras ideas tan fuertes, tan segadas a lo que queremos ver, que no lo vemos.
No lo vemos, porque lo buscamos donde no debemos o simplemente porque nuestras ideas preconcebidas son como un manto, como un velo que nos impide ver. Nuestro razonamiento lógico, a partir de lo que queremos ver o encontrar nos impide ver lo que tenemos delante de nuestros ojos y es allí que está lo que buscamos.
Así le pasa a María Magdalena. Busca un cuerpo vejado, maltratado, frío, muerto. Ha ido a encontrar un cadáver porque su razón se resiste a si quiera considerar la posibilidad que tal vez ha resucitado, como Él mismo se los había anticipado.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!
Texto del evangelio Lc 18,9-14 – ten piedad de mí, que soy un pecador
09. Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: 10. «Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. 11. El fariseo, de pie, oraba así: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. 12. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas». 13. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!». 14. Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado».
Reflexión: Lc 18,9-14
Lucas 18,9-14 ten piedad de mí, que soy un pecador
¡Cómo nos cuesta reconocer que no somos perfectos, que somos falibles! Es tan grande nuestra soberbia que antes de reconocer nuestros errores estamos dispuestos a pelearnos con quien nos los saca en cara, con tal de no reconocerlos.
Y si finalmente los aceptamos, no por eso dejamos de guardar animadversión contra quien nos obligó a aceptarlos. Nos dueles más el amor propio, que el daño que nuestro error podría estar ocasionando.
El hecho incontrovertible es que no somos perfectos y que por lo tanto todos cometemos errores y muchas veces intencionalmente. ¡Esos son nuestros pecados! Sabiendo que hacemos mal, persistimos en ellos por razones subalternas, egoístas, mezquinas.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!
Es pecado todo aquello que contraviene a la verdad, que hacemos aun sabiendo que causamos daño o que está prohibido por Dios o por los hombres por algún motivo que no nos es ajeno. Pecamos cuando obramos en contra de la Voluntad de Dios.
Todos tenemos dudas alguna vez. El pecado está en exponer a la muerte, al dolor o al sufrimiento a nuestros hermanos cuando hay dudas razonables que ello podría ocurrir y aun así seguimos con nuestro propósito.
Es pecado cuando sabiendo el daño que causamos continuamos con nuestro propósito tan solo por amor propio, por no mostrarnos débiles o por pura soberbia, pretendiendo así aleccionar a nuestros hermanos, mostrando una inflexibilidad que ni Dios la tiene con nosotros.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!
¿Cuántas veces has mentido? ¿Cuántas veces no has cumplido lo que prometiste? ¿Cuántas veces has dejado de cumplir con tus propósitos o peor aún con tus deberes, por desidia o falta de voluntad? ¿Cuántas veces has tratado de justificarte y ocultarlo?
¿Por qué si tú puedes reconocer que eres falible no estás dispuestos a consentir esa misma debilidad en los demás? No se trata de ser permisivo, pero sí de comprender con una cierta dosis de tolerancia, que los demás también cometen errores, como nosotros.
Y si comprendemos, debemos también estar dispuestos a perdonar. Solo en la medida en que sepamos perdonar, también seremos perdonados. Es aquí que debe entrar en juego la Misericordia, que es la capacidad de comprender y amar, sin condiciones, a ejemplo de nuestro Salvador…
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!
Finalmente, es bueno que reflexionemos y tengamos en cuenta que todo es Gracia de Dios, por lo que debemos estar dispuestos a reconocer que Él habita en nosotros y es Él quien hace posible que elevando los ojos al cielo oremos a nuestro Padre.
Es insulso y propio de soberbios pretender que alguno de los carismas con los que Dios puede habernos favorecido provenga de nosotros mismos o lo hayamos recibido por algún mérito nuestro. Es la Gracia de Dios que habita en nosotros la que lo hace posible.
Es por eso que debemos pedir constantemente al Señor que nos de humildad, a fin de no cegarnos ni envanecernos con lo mucho o poco que podamos tener, porque todo proviene de Él.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!
Oremos:
Padre Santo, danos humildad, para reconocer que somos imperfectos y falibles; para reconocer nuestros defectos y todas aquellas faltas que cometemos contra Ti y contra nuestro prójimo, algunas veces por omisión y otras por orgullo y soberbia…Te lo pedimos por nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos…Amén.
Roguemos al Señor…
Te lo pedimos Señor.
(Añade tus oraciones por las intenciones que desees, para que todos los que pasemos por aquí tengamos oportunidad de unirnos a tus plegarias)
Lucas 18,9-14 ten piedad de mí, que soy un pecador