Éste es mi Hijo

Lucas 9,28b-36 – Éste es mi Hijo

Éste es mi Hijo

“Éste es mi Hijo, el escogido, escúchenle.» Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.”

Domingo 2do de Cuaresma, Ciclo C | 13 de Marzo del 2022 | Por Miguel Damiani

Lecturas de la Fecha:

  •  Génesis 15,5-12.17-18
  • Salmo 26,1.7-8a.8b-9abc.13-14
  • Filipenses 3,17–4,1
  • Lucas 9,28b-36

Reflexión sobre las lecturas

Éste es mi Hijo

De muchas maneras y en varias oportunidades Jesucristo nos revela que es Dios. O, más bien: el Hijo único de Dios. Nos revela que Dios es Su Padre y que también es Padre nuestro. En esta ocasión es Dios Padre quien nos confirma que Jesucristo es Su Hijo.

Se trata de una situación excepcional y única para la cual Jesús escoge a tres de sus discípulos más cercanos. Ellos presencian esta Teofanía. La manifestación de la Divinidad es tan asombrosa que los discípulos enmudecen.

Pedro, Santiago y Juan venían acompañando a Jesús hacía buen tiempo, presenciando cada uno de los prodigios que realizaba. Jesucristo muestra su proceder Divino en cuanta ocasión se requiere. Ninguno de los tres tenía razones para dudar.

Éste es mi Hijo

El amor de Dios es desbordante

No era solamente la gran sabiduría que expresaba en sus palabras, sin embargo, sencillas y al alcance de todos. A ello había que sumar la gran sensibilidad y amor desbordante que mostraba por todos en especial por los enfermos, miserables y desvalidos.

El Señor, siendo Dios, por lo tanto, Todopoderoso, no se vale de su poder para imponerse, ni dominar. Él quiere que le reconozcamos como Hijo de Dios, para que creamos en Su Palabra. Apela a nuestra inteligencia, libertad y voluntad para mostrarnos el Camino.

Él mismo se manifiesta como el Camino, la Verdad y la Vida. Busca que le reconozcamos como Dios para que tengamos confianza en Él. Sabe que, si llegamos a confiar, haremos lo que nos manda. Y solo así alcanzaremos la plenitud y la vida eterna.

Tanto amó Dios al mundo

¿Por qué quiere que alcancemos la plenitud y la vida eterna? Porque para eso nació entre nosotros, vivió, murió crucificado y resucitó. Para reconciliarnos con nuestro Padre. Cargó con todas nuestras culpas y nos mostró el Camino de la Salvación.

Jesucristo no solo nos da a conocer el Reino de los Cielos, sino que con su Vida nos muestra el Camino para alcanzarlo. ¿Por qué? ¡Por amor! “Tanto amó Dios al mundo que entregó a Su propio Hijo para salvarnos”. (Juan 3,16)

Para nosotros resulta inconcebible un amor tan grande. ¿Por qué habría de amarnos? Es que tenemos la inclinación por asociar el amor con una respuesta, con una razón, con un merecimiento, con una recompensa. Te amo porque tú me amas. Te doy porque tú me has dado.

El amor de Dios es incondicional

Podemos negarlo con palabras, pero lo cierto es que en general tendemos a devolver lo que nos dan, lo que recibimos. Nos resulta muy difícil dar sin esperar nada a cambio. Incluso cuando damos limosna, siempre pequeña, recónditamente lo hacemos por recibir alguna recompensa Divina o para abonar en favor de ella.

Difícilmente encontraremos quien sea capaz de amar sin esperar nada a cambio. Parece una ley natural. Pero la Ley de Dios está por encima de toda otra ley. Es esto lo que nos enseña Jesucristo: que debemos ser capaces de dar amor gratuito.

“Gratis lo recibiste, dalo gratis.” (Mateo 10,8) Es esta comprensión del amor de Dios a nosotros la que Jesucristo busca que entendamos. “…Él nos amó primero”. (Juan 4,19b) Hemos de caer ante la evidencia que fuimos creados por amor incondicional.

Dios nos amó primero

Este es el misterio de nuestra fe. Dios nos amó primero. Nos creó por amor y para el amor. Ello puede expresarse en nuestro lenguaje humano diciendo que fuimos creado para la plenitud y la felicidad. Esto es lo que nos espera en la Vida Eterna. Esta vida actual es tan solo un recodo, una breve estación, que hay que pasar.

¿Por qué Dios, en su infinita sabiduría, dispone que pasemos por esta estancia transitoria? ¿Por qué tener que pasar por este “valle de lágrimas”, tal como se le llama a esta vida en el Salve Reyna? Es que Dios nos hizo libres y nos dotó de inteligencia y voluntad.

¿Qué tiene que ver ello con que tengamos que pasar por este “Valle de lágrimas”? Pues, tal como está narrado en el Génesis, fuimos nosotros, los que elegimos este camino. Fueron nuestros primeros padres, los que por soberbia desobedecieron a Dios. Tentados por el demonio con la promesa de ser como dioses, elegimos este camino.

Con el egoísmo entró la muerte

Desde entonces, una y otra vez los hombres se ven tentados por el demonio y deciden desobedecer a Dios. El camino de la condenación es ese precisamente: No hacer la Voluntad de Dios. Preferir los placeres y frivolidad que nos propone el demonio, a cambio de la Vida Eterna.

Queremos el éxito, el placer y la satisfacción inmediata. No estamos dispuestos a sacrificarnos por nadie que no seamos nosotros mismos. Este es precisamente el pecado mortal. Es decir, el que nos conduce a la muerte para siempre. Negarnos al amor; la razón por la cual y para la cual fuimos creados.

Si un árbol se negara a convertir el dióxido de carbono en oxígeno, o un mamífero a llenar sus pulmones de aire, o un pez a procesar el agua para obtener oxígeno, acabarían con sus propias vidas y seguramente también con toda vida sobre la tierra.

El hombre se condena a sí mismo

El hombre, al negarse a amar, al cerrarse egoístamente sobre él mismo, se condena a la muerte, al fuego del infierno. ¿Es un castigo? ¡No! Es el resultado de negarse terca, obstinada e irracionalmente a obedecer la Voluntad de Dios.

¿Cuál puede ser la razón para tal proceder? Qué otra cosa, que el engaño del Príncipe de este mundo, es decir, del demonio. ¿De qué se aprovecha el demonio? Pues, de nuestra debilidad y nuestra soberbia. En definitiva de nuestra concupiscencia.

La concupiscencia no es otra cosa que nuestra debilidad. Esa proclividad a hacer todo aquello que nos atrae y que sin embargo no contribuye a alcanzar el propósito para el cual fuimos creados. Por el contrario, nos desvía del camino, nos atrasa e incluso nos daña al extremo de provocar nuestra muerte o la de nuestros hermanos.

No podemos negarnos a oír este es mi Hijo

Y ¿qué tiene que ver todo esto con la Transfiguración, que es lo que narra el evangelio de hoy? Que Dios se nos manifiesta hoy como lo ha hecho en diversas oportunidades en la historia. Lo discípulos oyeron decir al Padre “Este es mi Hijo” y vieron Su Gloria.

También se abrió el cielo y se oyó la voz del Padre decir “Este es mi Hijo”, cuando Jesucristo fue bautizado. De igual modo los Reyes Magos pudieron ver en el cielo señales inobjetables del nacimiento del Hijo de Dios y lo encontraron siendo niño allí donde les fue indicado.

Como dice el Señor, “si estos callan, las piedras clamarán”. (Lucas 19,40) Es decir que no hay forma de ocultar a Jesucristo, el Hijo de Dios, para quien tiene ojos y oídos. Pero llegado el caso, si un día, como parece en estos días, se pretendiera que nadie invocara Su Santo Nombre, las piedras, las montañas, las estrellas se encargarán de alabarlo, bendecirlo y darle a conocer.

Oración:

Padre Santo, pedimos verte y encontrarte en cada uno de los latidos de nuestros corazones, en cada trino, en cada gota de lluvia y, por su puesto, en cada uno de nuestros hermanos. Que aprendamos a amar a todo el mundo incondicionalmente. Que hagamos Tú Voluntad. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor, que contigo vive y reina, en unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos…Amén.

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